domingo, 27 de marzo de 2011

     En este mundo, vivimos en México.  Un país actualmente sumergido en una guerra absurda que posiblemente podría haberse evitado.

     Una fría mañana del invierno que recién hemos dejado atrás, recibí una llamada no muy común.  La voz era de una mujer que me suplicaba una cita para atenderla con cierta urgencia; su voz quebrantada me movió a convenir un encuentro al día siguiente por la mañana. 
     A la hora acordada, le dí la bienvenida a una señora de tez morena, alta, con las marcas de un gran sufrimiento en el rostro.  Después de presentarme y pedirle que me relatara el motivo de su visita, pude enterarme de que se trataba de una mujer de extracción humilde que había dejado su familia a los diez y seis años de edad, deslumbrada por las promesas de un jóven que le había ofrecido una mejor vida a la que hasta entonces había llevado.  De tlaxcala se habían mudado a la Ciudad de México, donde trabajó en el Mercado Central de Abastos, al lado de su pareja, en la compra venta y distribución de perecederos.  Así transcurrió un año hasta que se vió embarazada.  A la postre, el hombre desapareció dejando un cúmulo de deudas tras de sí. Viéndose sola, pudo colocarse como sirvienta en una casa adinerada de las Lomas de Chapultepec donde tuvo a su hijo, permaneciendo en esa casa, haciendo las funciones del servicio, hasta que el chico tuvo cinco años de edad.  Me relató que el dueño de la casa, esposo y padre de familia, la había violado un par de meses después de haber dado a luz y que había sido amenazada si revelaba algo.  De esta manera se vió doblegada a un doble servico, doméstico y sexual.  Ante una nueva oportunidad entró en una relación con otro individuo y en cuanto pudo, dejó atrás lo que habían sido cinco años de humillaciones y dependencia, para ir a vivir a Cuernavaca, en el estado de Morelos. Nunca supo a que se dedicaba su nueva pareja, pero pasaba de condiciones económicas de carencia a tener abundancia, para después nuevamente verse sumergida en la pobreza.  No pudo arraigarse ni tener estabilidad.  De Morelos, vivió en Guerrero, después en Sinaloa y finalmente en Cidad Juárez el último año.  Su hijo creció a su lado y participaba en todas las actividades que pudieran aportar una economía un tanto mejor. 
     En Ciudad Juárez, me relató que una patrulla levantó a su hijo de 24 años de edad y cuando lo vío nuevamente, en una plancha de acero, la cabeza y un brazo desde el hombro estaban separados del cuerpo.
Nunca entendió lo que ocurrió.  La pereja con quien vivía desapareció y nunca lo encontró.  Dos días después recibió un paquete y una nota, que se fuera de Juárez inmediatamente.  En el paquete había una suma considerable de dinero.
     Había llegado a la Ciudad de México, rentó un departamento y se fue sumiendo en el oscuro mundo de la depresión.
     Cuando la atendí, tenía diez semanas en la Ciudad.  Nunca supe de quién venía la recomendación de verme, porque no reconocí a quien la había referido.
     Apliqué un protocolo de neuroreguladores, propios para la depresión y le pedí un nuevo encuentro dos demanas después.  Nunca regresó.

     Se llemaba Ernestina.  Sé que la medicación, tomada apropiadamente mejoraría su condición.  El duelo tendría que pasarlo sin mi soporte profesional.  Y sé también que llevará durante toda su vida una huella imborrable de congoja y seguramente una ausencia de entendimiento de lo que realmente le pasó.

     El hijo de Ernestina es una de las 35.000 víctimas mortales de una decisión a todas luces equivocadas tomada desde la cúspide del poder.  Se suman mas de 18,000 desaparecidos.

     El rumbo de la Nación, en términos de salud colectiva, ha perdido completamente el rumbo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario